miércoles, 5 de noviembre de 2014

El Típico Náufrago.

Hay mares por los que se ha navegado y no se ha admirado la belleza que son. Que nadie parece haberse parado, tampoco haberse quedado quieto, para escuchar la perfección de la canción, compuesta por el son del viento y del rugir de las olas. Parece que quién ha navegado por ellos, lo ha hecho sin atención, de puerto a puerto. Se ha atrevido a quitar el amarre de su bote para lanzarse a la inmensidad y surcar las aguas. Porque hace falta valentía, tal vez puedas perderte en ese gran espacio de color azul. O añil.  Sin embargo, levaron ancla tan solo para llegar a otro puerto y volver a pisar tierra firme. De amarre a amarre.  De puerto a puerto. De nada a nada. ¿Qué hicieron durante ese viaje? Acaso desperdiciado con los ojos en el horizonte, como tratando de escapar de él, no supieron apreciar la belleza de la que hablo. No supieron bajar la mirada, sonreír y observar como el sol refleja en el iris perfecto de la calma. No supieron apreciar el prisma de emociones que emana de manera ondulante. Quiero pensar que no supieron, no que no quisieron. Porque entonces no habría esperanza para la estupidez humana.

Desde hace unos cuantos meses me siento perdido en este océano. Pero aquel que pudiese verme ahora mismo, lo cual es imposible, tumbado sobre la mullida tranquilidad, se daría cuenta de que ya no remo con desesperación. Que ahora soy una reencarnación de Rafael Alberti escribiendo sobre la sal marina, y no me preocupa nada. Porque siempre ha estado y siempre estará. Y eso es algo que yo aunque quiera, no lo puedo cambiar. Porque me gusta. Y decir que me gusta sería menospreciar el concepto, al encerrarlo en esas dos palabras que se quedan tan lejos de la realidad. Que si el sol me quema la piel, la piel se quemará. Y a mí me dará igual. Que si muero de sed, de hambre o no sé de qué más, me dará igual. ¿Qué puede perturbar este bienestar? Si mi bienestar es el péndulo constante de su naturaleza. Unos lo verán como un suicidio, pero para mí es libertad. Mis huesos ya sin carne y quemados por el sol se hundirán, serán mecidos por la marea, hasta que se conviertan en parte de ella, en polvo, en el recuerdo de algo que fue fugaz. Y a mí, me dará igual.

Me reiría de los marinos que trataronlo de domar, y ahora sufren bebiendo en algún bar. En soledad. Con sus galeones imponentes y sus velas que alcanzaban los cielos, cruzaron este mismo lugar. Pero tanta velocidad ostentosa tan solo les valió para pasar de largo. Y seguramente tan rápido que no vieron al náufrago que se tumbaba en un par de troncos atados y a punto de hundirse. Desnudo, y al natural, con una barba acariciada por la mar.
Ese marino, perdido en el culo de botellas vacías, cree que su vida es el destino índigo. Que ha nacido para ello, pero se observa a sí mismo en la humedad de vapores etílicos. Vive una mentira en la que él mismo se ha convencido de que es real. No es capaz de atar los cabos sueltos, y las velas de su vida ya no parecen impulsar. Por más remiendos que les haga y más tablas que se esfuerce en barnizar, por más brechas que trate de cerrar, nunca lo entenderá. Porque el objetivo no es la flotabilidad. El objetivo no es un barco que impida el agua entrar. Sino al contrario. Consiste en naufragar. En hundirse. Su fallo es haber construido algo que le mantiene separado de lo que tan convencido cree que es la esencia de su existencia. Fundirse en la nada y el todo. La nada y el todo se puede entender como una conjunción, o como una disgregación. No fuiste capaz de ver la unión.

Espero que un día, tras haber tomado un par de copas, estás palabras aparezcan espontáneas en tu mente. Ojalá te des cuenta que debes lanzarte de nuevo al océano, y olvidarte de tus cartas de navegación, y más aún de cualquier lugar concreto. Desamarra el bote más mísero que tengas, porque así antes se deshará. Y entonces, por fin, lo entenderás. Y serás feliz. Para y por la eternidad.
Hasta siempre, y que tengas buen viaje. No nos volveremos a encontrar.


Volviendo a ese lugar donde yace tendido el náufrago, bajo una noche que ya ha caído, observa las estrellas. Siente como su peso ya no aguanta más y que los troncos que le sostenían finalmente se separan. Los troncos representan tu ego. Tu yo. Lo que te impide ser la unidad. Porque… ¿Acaso el cuerpo no está hecho del mismo material? El náufrago observa con una sonrisa de felicidad las estrellas, en la cuna de su conclusiva. Abandona su forma corporal. Abandona el fragmento efímero de integridad. Se vuelve uno. Hundiéndose, se descubre a sí mismo. Que él siempre fue también todo aquello que le rodea. Que no existen barreras. La conjunción de almas completas que conforman paradójicamente la unidad. Ya no existe el náufrago. Sino unos huesos viejos, mecidos por la mar.